Si no hacemos tal cosa estamos condenados al desastre, dice el lugar común en torno de todo tipo de tragedias inminentes o en curso. Si no tomamos las medidas que se requieren para revertir el cambio climático, por ejemplo, padeceremos todas las catástrofes del calentamiento global, y las nuevas generaciones estarán condenadas a perecer en el infierno. Pero cualquiera sabe, empezando por los líderes globales del ‘club de París’, que la suspensión casi total e inmediata de las emisiones de carbono que se requiere para contener el colapso civilizatorio –además de los cada vez más devastadores atentados contra el medio- no ocurrirá, y que el fin de la vida inteligente en el único planeta conocido que la tiene está garantizado (porque si esa vida inteligente fue capaz de traernos hasta estos umbrales del fin del mundo cuando el humanismo negantrópico era una fuerza real que luchaba contra los poderes del exterminio y la codicia, no habrá de impedir que los crucemos ahora que la insensibilidad y la ignorancia -y Trump es un mínimo botón de muestra- son más avasalladoras que el deshielo de Groenlandia).
Si no se hace algo para desarrollar a los pueblos donde la miseria y la violencia incrementan los éxodos masivos de peregrinos que buscan un lugar donde salvarse, el caos migratorio romperá todos los diques de la estabilidad y la seguridad de los sistemas democráticos del mundo entero, y entonces el fascismo, la represión y el fin de las libertades civiles serán la última frontera de la convivencia humana. Y cualquiera sabe que el infame destino de esos pueblos del hambre se debe en gran medida a sus herencias coloniales y a la voracidad de los antepasados imperiales de lo que ahora son las más ejemplares potencias democráticas modernas, y que de esos entornos de grandes defensores de la democracia y los derechos humanos saldrán las más virtuosas declaraciones y compromisos en favor de los pueblos del hambre, pero ninguna iniciativa real con las transformaciones históricas para el cambio estructural -y cultural- que posibilite la regeneración de sus naciones, su estabilidad, y la garantía mínima de bienestar y paz que ponga fin a la huida multitudinaria como única esperanza de salvación de sus legiones de pobres. De modo que sí: las migraciones procedentes de la miseria y el terror serán el caos terminal de la convivencia en los Estados democráticos, porque no se hará nada esencial para contenerlas en su origen, además de que el proceso de concentración extrema de la riqueza y de empobrecimiento consecuente de las mayorías del orbe tampoco habrá de revertirse para impedir a tiempo el colapso producido por la confrontación de los extremos en la era terminal del cambio climático.
Y así, en esa lógica rupestre de la era más tecnificada, informatizada y democrática de la humanidad, la crisis creciente y acumulada del sargazo en las costas del Caribe mexicano tiende a ser irreversible.
El sargazo es una consecuencia del calentamiento global y su derrotero es un destino determinado. Ni lamentarlo ni minimizarlo tienen sentido. Y se requieren decisiones visionarias para enfrentar ese sino irremediable con alternativas integrales y radicales de orden económico y ambiental, donde la óptica del mercado turístico deje de ser una fijación absoluta del futuro de la entidad. Si la economía estatal y buena parte de los ingresos federales han de depender sólo de la erradicación del sargazo, pues bien se pueden hundir. Y acaso sea más fácil acabar con la invencible inseguridad como uno de los peores males de la actividad turística. Pero si no hay soluciones básicas ni contra la violencia criminal ni contra las desmesuras de la marginalidad urbana ni contra la contaminación de las grandes reservas de agua dulce ni contra la destrucción en gran escala de la riqueza natural -a manos de las más depredadoras y ecocidas inversiones inmobiliarias y hoteleras del planeta, y con la complacencia y la complicidad del poder político-, tampoco la habrá contra las venideras y descomunales arribazones de sargazo.
Y la idea de que si no hacemos tal y cual cosa de manera urgente atizaremos el desastre, también es una idea ociosa: no hacemos nada. Como no hacemos nada de lo mínimo indispensable para impedir la explosión de las ciudades, sus malformaciones congénitas, su hacinamiento, su disfuncionalidad progresiva, su anarquía, y la incontenible degradación de la abundancia biótica que es arrasada sin contemplaciones y a costa de la que crecen las urbes al garete.
No hay remedio. No hay nociones sustentables del crecimiento. No hay conciencia del equilibrio y la armonía. No hay consideraciones estéticas, éticas y razonables de ninguna especie.
Y así, Chetumal sigue desplegando su desmedida marginalidad sobre los territorios más inconcebibles y prohibitivos para ser habitados con alguna dignidad por alguien. Y se hace con toda la autorización de un poder municipal que procede de una opción política que se dice la más legítima y progresista de todos los tiempos, es decir: del partido del presidente de la República.
Se autorizan o se toleran nuevos asentamientos precaristas en zonas de humedales y pantanos, las áreas -ahora- urbanas más peligrosas e invivibles, y donde no sólo se destruye el medio sino se pone en riesgo la vida misma de los nuevos colonos.
No hay remedio. No se hace ni esta ni aquella cosas para impedir la ruina. Ni tiene caso que se pierda el tiempo diciendo que debe hacerse eso y que si no se hace ahora mismo no habrá mañana. No se hará ni habrá mañana. El principio de todo es nacer y perecer. Y la idiotez es uno de los factores más eficientes de la declinación inevitable.